El Arropiero
La madre de Manuel falleció en el parto y él se
crió con varios parientes diferentes que le dieron frecuentemente palizas que
le endurecieron el corazón. Acudió a la escuela, pero fue incapaz de aprender a
leer y escribir. Era bisexual, violento y precozmente promiscuo.
Nacido en 1943, analfabeto, de escasas luces, hijo de un
vendedor de dulces de higo y propenso a enfadarse cuando le brotaban pelillos
en el centro del labio superior, porque ello borraba el parecido que creía
tener con Cantinflas. Violador bisexual con antecedentes penales; sádico, con
ocho muertes probadas, otras catorce investigadas y veintiséis más confesadas
por él mismo.
El Arropiero fue detenido a comienzos de 1971 en el Puerto
de Santa María por estrangular a su novia, que apareció con los leotardos
anudados al cuello. Los policías se encontraron ante un necrófilo, ya que
Delgado reconoció que tuvo relaciones sexuales varias veces con el cadáver.
Tras la detención empezó a desgranar una secuencia de crímenes terribles
perpetrados durante varios años de vagabundeo.
Es el mayor asesino de la historia de la criminología
española. Manuel Delgado Villegas “El Arropiero” se declaró autor de cuarenta y
ocho muertes. Nunca fue juzgado, ya que se le ingresó en el Psiquiátrico de
Carabanchel. Murió hace unos pocos años, ya en libertad, tras beneficiarse de
la nueva legislación penal. Nacía a la vida cuando su madre la perdía por
traerle al mundo. Era una fría mañana de 1943. El hambre y la miseria de la
posguerra inundaban España. Su padre, un honrado trabajador, se ganaba la vida
fabricando y vendiendo golosinas caseras hechas con arrope, un líquido dulzón,
negruzco y espeso que se hace con higos. De ahí el alias del Arropiero que
luego heredaría su tristemente famoso hijo. Al fallecer su esposa dejó la criatura
al cuidado de la abuela y marchó a vivir al Puerto de Santa María, donde
posteriormente se volvería a casar.
Manuel se crió con varios parientes diferentes, que le
propinaban frecuentemente palizas que le curtieron el cuerpo y endurecieron el
corazón. Acudió a la escuela, pero fue incapaz de aprender a leer y escribir.
Era bisexual, mostraba un carácter bastante violento y la promiscuidad empezó a
ser su norma de vida. Empezó a gozar de gran estima entre homosexuales y
prostitutas, y logró a vivir a su costa. Su “éxito” se debía a que padecía
anaspermatismo, es decir, ausencia de eyaculación, por lo que era capaz de
practicar repetidos coitos en busca de un orgasmo que no conseguía alcanzar.
A los dieciocho años ingresó en la Legión, donde además de iniciarse
en el consumo de marihuana, motivo por el que fue sometido a una cura de
desintoxicación, comenzó a padecer ataques epilépticos -nunca se supo si
fingidos o no- que le sirvió para ser declarado no apto para el servicio militar.
A partir de entonces se dedica a recorrer la costa mediterránea ejerciendo la
mendicidad, robando en las casas de campo y prostituyéndose. Es detenido en
numerosas ocasiones por “la gandula”, la famosa ley de vagos y maleantes, más
tarde denominada de peligrosidad social. Jamás llegó a ingresar en prisión,
dado que las convulsiones neurológicas que escenificaba lo conducían a
establecimientos psiquiátricos de los que rápidamente salía.
A los 18 Manuel empezó a consumir droga, vagabundear, robar
y ejercer la prostitución gay. A los 20 cometió su primer asesinato, del cual
dijo: “Vi un hombre dormido apoyado en un muro. Me acerqué a
él muy despacio y, con una gruesa piedra que cogí cerca del muro, le di en la
cabeza. Cuando vi que estaba muerto, le robé la cartera y el reloj que llevaba
en la muñeca. ¡No tenía casi nada y el reloj era malo!”
Contaba 20 años de edad cuando el Arropiero emprende su
carrera criminal. Era 1964, hasta entonces los delitos no habían pasado de
proxenetismo y paso clandestino de fronteras. Al día siguiente de año nuevo,
paseando por la playa de Llorac, en Garraf, localidad de Barcelona, “se le
cruzaron los cables”.
“Vi un hombre dormido apoyado en un muro. Me acerqué a él
muy despacio y, con una gruesa piedra que cogí cerca del muro, le di en la
cabeza. Cuando vi que estaba muerto, le robé la cartera y el reloj que llevaba
en la muñeca. ¡No tenía casi nada y el reloj era malo!”.
Siete años tardó la justicia en demostrar su culpabilidad,
pese a que el cadáver fue descubierto a los diecinueve días del crimen. La
víctima, un cocinero, había acudido a la playa desde la ciudad condal para
recoger un par de saquitos de arena para la cocina y se recostó a dormir una
pequeña siesta de la que jamás despertó. Tres años después de este asesinato
volvió a las andadas, ahora en Ibiza.
En un chalet deshabitado de Cam Plana, a cinco kilómetros de
la capital, abandonaba el cadáver desnudo de una estudiante francesa que ese
día cumplía 21 años. La muchacha había acudido al lugar con un norteamericano
y, tras ingerir varias dosis de LSD, éste intentó mantener relaciones sexuales,
pero ella se opuso tenazmente. El yanqui, desanimado, abandonó la casa dejando
la puerta abierta. La casualidad hizo que el Arropiero le viera salir y,
pensando que era un ladrón, intentó imitarle, encontrándose con la hermosa
joven dormida. Esta tampoco despertaría.
Las andanzas del “vagabundo de la muerte” continuaban y en
un viaje relámpago a la capital de España asesinaba de un golpe de
karate al inventor del slogan “Chinchon, anís, plaza y mesón”. El cadáver
apareció en un recodo del río Tajuña sin pantalones ni calcetines. “Lo maté
porque le vi en compañía de una niña a la que trató de violar” fue su excusa.
La siguiente víctima, un millonario vicioso. Se trataba de
un barcelonés que contrataba regularmente sus servicios por el precio de 300
pesetas la sesión. Se encontraban en la tienda de muebles propiedad de este
industrial, escenario habitual de sus reuniones, cuando Manuel le solicitó mil
pesetas argumentando que tenía una necesidad urgente. El cliente prometió
dárselas al final, pero, concluido el acto, le pagó las 300 de rigor. “Por eso
le pegué en el cuello con el canto de la mano y cayó al suelo. Cuando le estaba
quitando la cartera se despertó y empezó a insultarme ¡él a mí!, por lo que
agarré un sillón, le arranqué una pata y le di con ella en la cabeza”. Después
lo remató estrangulándolo. Le partió el cuello.
En 1969 cometió su crimen más brutal: asaltó a una anciana
de 68 años, la arrojó desde unos 10 metros, bajó a buscar el cadáver
sanguinolento, lo llevó a un túnel y tuvo sexo necrófilo tres noches seguidas…
No había terminado aún el año 1969 cuando cometió su acto
criminal más execrable. Asaltó a una señora de 68 años, propinándole un fuerte
golpe. Después la arrojó desde una altura de 10 metros, descendió en su
búsqueda y arrastró el cuerpo ensangrentado hasta el interior de un túnel,
donde sació su degenerado instinto sexual mientras lentamente la estrangulaba.
Horrible acto de necrofilia que volvió a repetir durante las tres noches
siguientes.
En septiembre de 1970 decidió trasladarse a vivir al puerto
de Santa María con su padre, para ayudarle en la fabricación de arropías y
vender golosinas en un carrito por las calles. Pronto hizo amistad con un
homosexual, con el que mantuvo secretas relaciones.
“Fuimos a dar un paseo en moto y cuando íbamos a salir a
lacarretera general, me acarició. Le dije que se estuviera quieto, pero no
me hizo caso. Enfadado, paré y le di un golpe en el cuello, despacio, pero era
tan flojo que se cayó y se rompió las gafas. No respiraba bien y me dijo que lo
llevara al fresco, junto al río. Allí intentó otra vez tocarme y, sin pensarlo,
le solté un golpe más fuerte y cayó al fango, boca abajo e inmóvil”. El cadáver
fue localizado flotando a 12 kilómetros del lugar del crimen.
Durante su estancia en la localidad costera entabló relación
con una subnormal, muy conocida por su desmesurada afición a los hombres. Llegó
a presentarla a su padre como su novia. “Salimos a dar un paseo y por una
veredas fuimos al campo de Galvecito; hacíamos el amor siempre en él sin que
nadie nos viera. Lo hicimos, como siempre, de muchas formas, pero me pidió una
cosa que me daba asco. Cuando me negué a ello me insultó y me dijo que no era
hombre, pues otros se lo habían hecho”. La infeliz no se apercibía de que
estaba firmando su sentencia de muerte. “Entonces le pegué un golpe, y como no
se callaba y me seguía insultando, le puse al cuello los leotardos que se había
quitado y apreté hasta que se murió”.
Cuando terminó escondió el cuerpo entre unos matorrales y
regresó al pueblo. “Volví a estar con ella el lunes, el martes y el miércoles,
y hubiera vuelto hoy si no me hubieran detenido. ¡Estaba tan guapa!, ¡La quería
tanto! ¿No era mi novia?, ¿Entonces no podía hacer el amor con ella lo mismo que
antes?” Fue su argumentación al ser detenido por agentes de la Brigada de
Investigación Criminal, el 8 de enero de 1971.
De los cuarenta y ocho asesinatos que se atribuyó
-especificó que estuvo a punto de matar a seis personas más para satisfacer su
apetito sexual- durante sus siniestras andanzas por Francia, Italia y España,
sólo se llegaron a probar ocho, debido a su extrema complejidad, que hubiera
precisado la colaboración policial a nivel europeo. Faltaron acusaciones
particulares, había pocos testigos. No se llegó a celebrar la vista oral, sino
que con base en la Ley de Enjuiciamiento Criminal se emitió un auto de
sobreseimiento libre, por el que quedó archivada la causa y se ordenaba su
internamiento en un centro psiquiátrico penitenciario. El de Carabanchel fue su
destino, hasta el cierre del mismo hace una década.
Análisis revelaron que Manuel tenía el cromosoma XYY,
denominado “de Lombroso” o “de la criminalidad”: por ello carecía de
conciencia, de capacidad para sentir remordimiento; podía asesinar sin
parpadeo, aceleración cardíaca o sudoración nerviosa. Era una máquina de matar.
En dicho establecimiento fue examinado por expertos
psiquiatras de numerosos países y determinaron que se trataba de un
peligrosísimo psicópata, a causa de ser poseedor del cromosoma XYY, denominado
de Lombroso o de la criminalidad. Los especialistas que estudiaron su caso
coincidían en que no se le podía poner en libertad porque “es un criminal nato,
un asesino que puede hacer mucho daño siempre, mientras viva”. Por su
alteración genética carecía de conciencia, de sentido de la culpabilidad, de
remordimientos; creía que era normal, incluso cuando asesinaba.
Cortocircuitados los sentimientos, lo hacía con la mayor tranquilidad: ni
parpadeo, ni aceleración cardiaca, ni gota de sudor.
Describió con la mayor frialdad posible cómo en Roma mató a
su patrona porque se había encaprichado de él y, como era demasiado gorda, no
podía abrazarla. En París se encaprichó de una joven que pertenecía a una banda
de atracadores; como éstos se negaron a admitirlo en el grupo, acribilló a los
cuatro con la metralleta de uno de ellos. En la capital francesa, antes de ser
expulsado del país por indocumentado, mató a otra chica por chivata,
estrangulándola lentamente.
Prosiguió sus correrías por la Costa Azul, asesinando a una
dama de unos 40 años que le llevó a su lujoso chalet; ella se empeñó en que
durmiera abundante y él, contrariado, le machacó la cabeza con una piedra.
Le robó el dinero y las alhajas. Igual que haría con un
hombre que, al verlo dormido en la playa, se ofreció a que lo hiciera en su
casa; tras invitarle a cenar, intentó mantener relaciones sexuales con él. Un
apretado cable alrededor del cuello del anfitrión puso fin a su “generosidad”.
Curiosamente “el estrangulador del Puerto” aportó un dato que ayudó a la
INTERPOL a cargarle la autoría del crimen. Recordó que, al mantener contacto
íntimo con su víctima, se quedó dentro del recto de ésta el vendaje que le
cubría el dedo con el que le penetró. El informe del forense establecía que,
efectivamente, al hacerle la autopsia se habían encontrado unas gasas en tal
lugar.

Durante las dos décadas largas de internamiento fue sometido
a tratamientos por diversos expertos. A consecuencia de ello jamás volvió a
mostrarse violento con otros enfermos. “En ocasiones ocurre que algún interno
se mete con él llamándole estrangulador y, sin violentarse, enseguida me llama
y viene a presentar la queja oportuna”. Declaraba uno de los jefes del centro
de Carabanchel.
Bajito y de extraordinaria fortaleza. Un sujeto enigmático y
agresivo, de mente retorcida, sin escrúpulos, en cuyo diccionario no entraban
las palabras perdón, piedad o remordimiento, y que alardeaba de sus hazañas
delictivas. Se pasaba el día musitando: “Necesito que alguien se acuerde de
mí”.
Con el paso de los años en el psiquiátrico, su aspecto
externo tornó, pese a ser un cuarentón, en el de un anciano de cabello oscuro
encanecido, ralo y enmarañado, barba hirsuta, rostro ajado y diabólico, ojos
azules como el mar, fríos como el hielo y penetrantes como el acero. Pero su actitud
cambió. “No he matado a nadie”, susurraba a quien quería escucharle. Como si
hubiera olvidado el casi medio centenar de asesinatos de los que alardeaba,
describiéndolos con todo detalle en los interrogatorios policiales. Decía que
quería curarse, trataba de recuperar la libertad.
Tras el cierre del madrileño psiquiátrico penitenciario de
Carabanchel prosiguió su internamiento judicial en el sanatorio alicantino de
Foncalen. Con la entrada en vigor del nuevo Código Penal fue puesto
en libertad, falleció al poco tiempo debido a su desmedida adicción al tabaco,
desarrolló una EPOC (Enfermedad Pulmonar Obstructiva Crónica) que acabó con su
vida el 2 de febrero de 1998.